Aprendí a
hablar y estar en silencio a la vez.
Aprendí que
el silencio puede ser dolencia
y también, sanación.
Aprendí al
silencio enmudecer
después de al
silencio debatir.
Aprendí qué
silencio elegir,
para en
silencio escribir.
Aprendí que
-más que yo-
el silencio
aprendió de mí.
Ambos hoy nos
respetamos,
nos queremos,
nos dejamos ser.
Y aprendí que,
por el bien de quien sea,
hay historias
que no se deben silenciar.
Que hay
silencios de amor,
que emanan de
unos brazos
que te
acurrucan y te regalan
rítmicos
latidos que te transportan
y silencios
repulsivos que gritan:
“te ignoro
porque no me importas”
Hace tiempo
hubo
un tiempo de
luto oculto
en que te
llevé conmigo cada hora,
sí, imposible
no hacerlo:
te habías adherido
a mi flora,
a mi verbo, a
mi musa,
a mi sangre,
a mi aroma.
Entonces abrí
un agujero en mi cerebro
y te puse ahí,
anestesiado, casi en coma.
Entonces supe
que el invierno
no es algo
que llegue una vez al año
y solo transcurra
tras la ventana.
El más crudo
invierno es algo
que sucede en
cualquier momento
así los
parques estén florecidos de rosas.
Que también, una
primavera se puede provocar,
aunque de
trabajo sembrar y cuidar las semillas.
Y que si al inicio
sientes un frescor
puedes
abrigarte, mirar un fuego,
y tomar vino
mientras tejes sueños.
Aprendí a
sufrir, sin notarlo ni anotarlo.
A vivir sola,
echar flores a mi valentía
y a la
soledad, hacerla mi mejor amiga:
Hacerla guapa,
hacerla música, hacerla poesía.
Aprendí a construir
en mi mente
la anchura de
un fantástico futuro
donde nunca tú,
tuvieses un cupo.
A largos
ratos, quise no aprender tanto.
Reprobar las
materias, herirme, desangrarme
para que debieses
rescatarme urgente
de mi miseria,
de mi dependencia,
de mi
desidia, de mi ignorancia,
¡De mí, sin
tu presencia!
¡De mi
muerte!
Pero no, amor,
no volviste.
Tu vanidad
buscó reemplazarme
simular que no
te enamoraste.
Pero también
tuviste que aprender, lo sé
que eso fue un
error, peor que la soledad,
un vacío aumentado,
un desacierto total.
Lloré mil
veces las mismas lágrimas
caté el mismo
sabor con igual densidad,
el mismo misterio,
el mismo anagrama,
los mismos
rostros, riendo de mi dolor.
Y luego de
secas por gastadas lloré en vano
las de la
lluvia que no cesaba
en mi cuarto
clausurado.
Pero no
volviste, no estaba en ti, claro
nunca lo
estuvo,
cruzar tus
bosques, tus oscuridades,
vencer tus
fantasmas, ganar tus batallas,
y llegar a mí
triunfador y humilde a la vez:
llano, albino,
nonato, dulcificado,
mirándome al
fondo de lo que soy
ya curado de tu
ceguera espiritual.
Pero no,
amor, no regresaste, ni sucio ni purificado.
Ni la
sinopsis de tu luz o de tu sombra pude divisar.
Entonces aprendí
-tuve que aprender-
para no dejarme
morir -de amor-
Lacia y ajada,
poco a poco, gajo a gajo
desalojarme,
de ti vaciarme
llenándome de
mí, de valor.
Y sin tu
amor, no desarmarme a pedazos
cayéndoseme
la piel sin tus manos
como hojas
secas de un otoño despiadado.
Aprendí a
lanzar flechas y no siempre dar en el blanco
y no por ello
bajar la frente ni menos dejar de practicar.
El juego
tiene algo mágico que se siente intensamente
cuando te
paras erguida y ¡lanzas!
acertar al
centro, es otro cuento.
Sé que alguna
vez cambiaré de diversión
por la de
lanzar besos a unos labios.
Y cada hora
siempre daré en el blanco.
Habré obtenido,
en el corazón,
un galardón
perpetuo.
Esta mañana,
me vi en el espejo,
me quise, me regalé
impulso.
Me enorgullecí
de cómo me vi:
Empinada, bizarra,
dispuesta a ser olvidada.
U odiada, si
con ello se aniquila esta historia
en millones
de pedazos indescifrables.
Enfocada en
olvidar con la misma totalidad
que debe
contener el mar y el cielo del infinito.
Sacarte los
ojos en mis sueños y olvidar cabalmente
el primer
instante mágico en que ellos me miraron.
Aún sabiendo
que te irrita te borren
y te enrojeces
y rompes y te desarmas.
¡Porque resistí
analizarte de lejos, aprendí
que no existe
un evento que detestes más!
Y porque fui
alumna obsesiva, estudiando desvelada
aprendí que siempre
debemos preferir la dignidad.
Diciendo que NO
al hervor efímero de la pasión
y permitir
escurra de tus venas, el sudor del honor.
También
aprendí, que hay veces
-más bien
dicho, SIEMPRE-
que eso que
llaman amor propio
debes
descubrirlo, desvestirlo, hurgarlo.
Amarlo cada
noche, cada madrugada
y hacerle el
amor a mediodía también
para que así,
el frenesí dure hasta el ocaso.
Dormir bien,
encajada,
no precisamente
con otro cuerpo,
sino… ¡con tu
alma!
Aprendí tanto,
sin tú haberme querido enseñar.
Claro, si
eres ese tipo de humano inhumano
que no pierde
tiempo con nadie que no seas tú.
Tus afanes
son antiguos, tus hastíos, veteranos.
Tu tiempo estaba
tieso, antes de llegar a mi reloj.
Mi auténtica
maestra fui nada más que yo.
Ah, me falta
la guinda del postre.
Decirte que no
solo aprendí
sino que me
titulé con honores
y al subir a
una nube vaporosa llamada goce
la luna, me
regaló un sol.
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P-Car
Paty Carvajal-Chile
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